sábado, 21 de noviembre de 2015

Libertad vigilada (y van dos)

    Hoy debería poder escribir otra entrada con otro título, y no simplemente la segunda parte del precedente. Hoy tenía que comprarle un anorak a mi hija, que se le ha quedado pequeño el del invierno pasado y reponer mi cesto de frutas y verduras en el mercado ecológico donde me abastezco cada quince días, más o menos. Mañana pensaba ir con toda mi familia a cuestas a ver la última de James Bond, porque en mi familia todos somos fans de las películas de James Bond y porque a los adolescentes, aunque lo nieguen a muerte delante de sus amigos, aún les gusta ir al cine con sus padres. También hemos cancelado natación, gimnasios, paseos por el centro a pesar de la lluvia y prefiero no completar esta lista con la lista de cancelaciones que llevamos soportada en esta semana. Más se perdió en Cuba, que diría mi madre...

    Vivo en una ciudad que hoy se ha levantado con un aviso a la población de poner los pies en la calle lo menos posible y ayer, cuando salía de mi trabajo, vi una columna de tanquetas y camiones del ejército cargados de soldados armados hasta los dientes desfilar por delante de mis atónitos ojos. Sinceramente, ni en mis peores pesadillas pensé que viviría en un lugar donde estas cosas pasaran, y eso que, por circunstacias personales, he pasado ciertas temporadas en otros lugares donde ésto era un fenómeno casi cotidiano; aunque en aquel entonces me decía que no era mi lugar de residencia y que pronto o tarde me marcharía de allí.

    Moraleja: la libertad no es gratis, señoras y señores; tiene un precio y es una mercancía preciosa que, muchas veces nos arrebatan sin preguntarnos y que nos devuelven a cambio, también en algunos casos, de sangre, sudor y lágrimas. Desde hace varios días vivo en libertad vigilada (y desde ayer añadiría que temerosa) y ya sé definitivamente que no me gusta. Y para que todos vivamos con libertad, sin meterle el dedo en el ojo al prójimo y sin impedir que ese prójimo viva tan libre como nosotros, hace falta menos rezar y más reflexionar (ya ni sé cuantas veces lo he repetido en esta semana) y hace falta que el mensaje de la libertad, y del precio que hay que pagar por ella le llegue a unos cuantos. Me permito hacerles una pequeña lista. 

   Que la libertad no es gratis lo tienen que saber nuestros hijos, de los que somos responsables hasta cuando somos irresponsables; los que no quieren votar porque "total para qué"; los que sacan la basura a la calle el día que no toca y los que dejan a su perro defecar por las aceras. Lo tienen que saber los musulmanes, pero no más ni menos que los católicos, entre cuyas huestes también los hay del género enfurecido, que quizás se han calmado desde hace unos siglos, pero que quemaron vivo a Miguel Servet por decir que la sangre circulaba por las venas. Lo tiene que saber los que mandan cazabombarderos a tirar bombas sobre los hospitales y las escuelas tanto como los que se pegan a sí mismos una bomba y se explotan pensando que esó los hará libres. 

    El precio de la libertad es fluctuante, y está escrito junto a la cotización del petróleo, en las panaderías y en los ayuntamientos, en las escuelas que nos faltan y en los profesores que no nos da la gana pagar como se merecen para que, a cambio, enseñen a usar esa libertad que todos damos por adquirida. El precio de la libertad nos recuerda que la pobreza es mala consejera y la religión, el opio del pueblo (Marx, hasta ahora no ha habido manera de quitarte la razón) que quien solo teme a Dios es alguien a quien temer, que las armas se compran y se venden con más facilidad que un kilo de tomates y que de aquellos barros de Irak y de Afganistán nos siguen llegando estos lodos que nos enfangan.

    Que la libertad no es gratis lo tienen que aprender las mujeres con velo y las que hacen topless en la playa, los que hacen cola en el paro y los que recogen dividendos a fin de mes; los niños de las Favelas de Río y los de la Quinta Avenida de NY; los policías que se juegan la vida para proteger la tuya pero también los que sacan la porra antes de preguntar; los políticos honrados y los corruptos; el Papa  y el último Imán de la última mezquita instalada en un garaje; los que limpian las calles y los que son dueños de las calles; los que dan techo a los refugiados y los refugiados mismos. Y todos y cada uno de nosotros, si queremos que el planeta tierra sea aún un lugar habitable. Y una canción, hace algo más de cuarenta años no se podía cantar en España, pero como la libertad tiene un precio, la ira que no tuvimos fue el que pagamos los españoles. El tiempo nos ha dado la razón.


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