domingo, 13 de septiembre de 2015

Puertas al campo

    Ya he dicho que me encanta el refranero español, sobre todo cuando atina, que es frecuentemente. El que da título a mi entrada de hoy se emplea ante "la imposibilidad de poner límite a lo que no los admite"  según la explicación que da el Diccionario de la Real Academia. 

    Y ponerle puertas al campo es lo que intenta servidora con sus hijos cada vez que me la pegan y me dicen que acaban de conectarse a Internet cuando llevan dos horas; cada vez que les pregunto por qué no se apartan un poco de las dichosas pantallas y fijan los ojos en un libro, que me parece una manera mucho más aprovechada de dejarse la vista. Ponerle puertas al campo es lo que pretendo cada vez que llamo a un servicio público e intentan convencerme de que cuelgue y haga la gestión "on line", que según ellos es más rápido, aunque todos sabemos que cuando uno llama a las temibles operadoras y operadores telefónicos es porque vía Internet es imposible resolver el problema. Ponerle puertas al campo es el idilio que tengo con la página web de Iberia, que también se atasca (como todas) y a pesar de todo,  una y otra vez me dedico a ella con empeño y convencida que, despistándoles saltando de un ordenador a otro, conseguiré arrancarles un billete dos euros más baratos.

    Yo que viví (y aún vivo) por y para mis amigos, entiendo cada vez menos estas relaciones en las cuales la intimidad está pixelada, los chavales se dicen de todo en unas conversaciones interminables por Whatsapp o Telegram pero son incapaces de coger el teléfono y responder convenientemente...O incluso responder convenientemente cuando se les dirige la palabra en directo. Las soluciones que antes nos daban los amigos ahora nos las dan las aplicaciones de nuestros teléfonos y tabletas, desde buscar la cartelera de cine o la parada del metro más cercana hasta escribir rupturas sentimentales o cartas de despido para el trabajo (se llaman respectivamente "Breakup Text" y  "Quit your job", no me lo estoy inventando). Las cañas compartidas en los bares y las Cocacolas repartidas en tres vasos han dado paso a monólogos llenos de faltas de ortografía donde ya nadie se dice ni algo tan simple como "te quiero".

    Y una vez al año, casi casi consigo ponerle puertas al campo porque veraneo en una playa perdida, en una casa donde no hay wifi, el teléfono móvil apenas funciona porque es zona de frontera y se superponen las operadoras, y lo mismo ocurre con la televisión. En esos días de verano  vemos películas, leemos libros (en plural) paseamos todos juntos, tenemos sobremesas interminables, desayunos que terminan en aperitivo y aperitivos que se confunden con la comida. Volvemos a hablar, a contar cuentos y hasta chistes, a jugar a las cartas, hacer solitarios y mirar noches estrelladas; en esa Arcadia feliz sin Internet que mis hijos tachan de cueva prehistórica (y muchos de mis amigos adultos también) me hago la vana ilusión de que al menos durante dos semanas casi casi le he puerto unas bonitas puertas al campo.

    Y volviendo al tema que me obsesiona desde hace un par de semanas, veo familias enteras correr por unos campos sin puertas y a veces con alambradas, donde unos policías esperan contenerlos sin contar con que hay otras personas que están dispuestas a acogerlos y derribar las últimas puertas y los penúltimos muros que quedan desde que éramos un continente dividido en dos por el rencor. Ese rencor y esos malos sentimientos que una panda de politicastros de allende el telón de acero (y alguno que otro de acá) intentan volver a levantar.    Ponerle puertas al campo...Qué bonito refrán.

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