lunes, 28 de septiembre de 2015

Como niños malcriados

   Mientras algo más de cinco millones de catalanes decidían qué bandera y qué patria sería la suya en el futuro, yo me manifestaba por las calles de la ciudad donde vivo acompañada de parte de mi familia, amigas que son como de la familia, y una masa variopinta de personas de todo tipo de color, credo, edad y condición. Nos manifestábamos a favor de unas pobres gentes sin patria y sin bandera, miren por donde. Total, unos veinte mil seres terrícolas, pertenecientes a la nación de naciones que se llama humanidad y bajo una bandera que decía "Refugees Welcome". Como paisaje las calles sin tráfico, los árboles retando al otoño y un ambiente bastante más agradable, menos exaltado y más tolerante que el de los nacionalistas, ya sean los de la Estelada o los de la otra bandera, que puestos a pegar gritos y a darse golpes de pecho, tanto me desagradan los unos como los otros. 

    Iba yo caminando pacíficamente en este atardecer de otoño y a la vez le explicaba a mi hija y a su amiga lo que es una manifestación, qué sentido tiene, si sirve para algo, qué era lo que estábamos haciendo allí y quién nos mandaba meternos en ese berenjenal. Creo que las dejé más o menos convencidas a pesar de las pocas ganas con las que salieron de casa; decretaron que allí no había más que buenas personas y yo me di por satisfecha de haber añadido otra capita más de ese delgado esmalte de uñas de los buenos principios con el que los padres vamos cubriendo las uñas de los hijos según se van haciendo mayores. 

    Después, vuelta a casa y a prepararnos para otro lunes más, esta vez, con empacho de informativos, de prensa y de debates miles en torno a unos niños  que se resisten a hacerse mayores y no acaban de entrar en la edad adulta. Niños nacionalistas de uno y otro lado del Ebro y todos amarrados a sus juguetes de la infancia a la vez que piden otros más y mejores, como los niños malcriados que son; y a los que hay que acabar callando de alguna manera y, por lo pronto, haciéndoles más caso del que se merecen, desgraciadamente. 

    Yo ya he decidido no contemplarlos más. Me dan igual las banderas y los límites fronterizos. Ni les digo ya la lengua que hablen o dejen de hablar, porque yo hablo cinco y entiendo al menos otras dos, y me importa poco en qué se dirijan a mí con tal de que pueda comunicarme de forma civilizada. Me da igual donde se fabrican los yogures Danone (en Barcelona, dicen las fanáticas amas de casa castellanas en pie de guerra y de boycot comercial) y menos me importa aún saber si el pan tumaca que desayuno cada mañana es genuinamente catalán o una importación Charnega que, por cierto, pienso seguir desayunando a falta de churros. Me da igual en qué liga juegue o deje de jugar el Barça, aunque me da pena ver a mi hijo que es forofo, preocupado por ello. Tengo amigos entrañables en esas tierras con los que procuro hablar mucho,  y poco de política, y a quienes espero seguir enumerando entre mis seres queridos. 

    Me cansan los niños malcriados y me preocupa la suerte de 200.000 refuguiadoas vagando por las carreteras del continente. Me importa un bledo que España tenga cuatro provincias menos y me preocupa pensar que a pesar de todo, los demás sigamos siendo una nación generosa y acogedora con  quienes ya no poseen nada pero aún pueden darnos mucho. Me temo que los niños malcriados seguirán dando la plasta y que les escucharemos y les contemplaremos, y les daremos otros juguetes nuevos y ni siquiera entonces se callarán. Con las mismas, también temo que llegue el invierno y esos refugiados a la desesperada sigan cruzando mares embravecidos y durmiendo en barrizales húngaros o croatas o en las estaciones de tren, que tanto da. 

    Los niños malcriados se merecen nuestra indiferencia; los apátridas errantes, una patria nueva que los acoja, la que sea. Y todos nosotros nos merecemos unos nuevos gobernantes que vengan directamente de la Ilustración, con más luces, y menos pasiones encendidas, que nunca son buenas consejeras.

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