miércoles, 22 de julio de 2015

Matar al mensajero

    El día de hoy amaneció con un sol espléndido que aparecía y desaparecía tras los rascacielos que forman el decorado que contemplo desde mi ventana del piso diecisiete de un hotel de Chicago. Nos vamos por la mañana a hacer una visita en barco por el río Chicago, que atraviesa toda la ciudad y está bordeado de una sucesión monumental de los edificios más emblemáticos del siglo XX, cuando la arquitectura era un arte mayor y aún no había llegado Calatrava con sus parábolas imposibles. Hemos venido a Chicago para eso precisamente, para contemplar el mayor concentrado de belleza arquitectónica de los últimos cien años. 
    Disfrutamos con las vistas alucinantes y las explicaciones de un profesor de arquitectura jubilado, perteneciente a la Chicago Architecture Foundation, asociación a la que pertenecen muchos profesionales del ramo en esta ciudad y muchos que, de forma benévola, hacen de guías (y cómo!) en sus ratos libres. Es una delicia para la vista y para el oído porque las explicaciones son justas, científicas y poco dadas al rollo mecánico e infantiloide que se gastan muchos de los que enseñan monumentos pretendiendo ser guías, que no lo son. 
    En el tramo final de esta fiesta para los sentidos, recibo una llamada que me estaba temiendo recibir desde hace unos días, y le doy a mi marido la noticia que no hubiera querido tener que darle. El cielo, no se si se ha nublado o simplemente se ha escondido detrás de un rascacielos. Mis hijos me miran con carita desencajada y todos juntos, en silencio, recorremos la Michigan Avenue camino de nuestro hotel, sin prestar atención a los magníficos escaparates de las mejores firmas de moda, a los jovencísimos músicos callejeros que tocan el "el lago de los cisnes" en un saxofón y piden un poco de dinero para pagarse los estudios (ni siquiera para comer)  y a los camiones de bomberos igualitos que los de las películas de catástrofes que doblan las esquinas desafiando las leyes de la gravedad. 
    Hay que pensar en volver a casa antes de lo previsto, aunque no sabemos ni siquiera si es posible. En un día como hoy, los antiguos romanos hubieran matado al mensajero, que soy yo. Y si no fuera porque la lealtad forma parte de mi ADN les aseguro que de buena gana hubiera arrojado mi móvil al Chicago River, que esa es también una forma de matar al mensajero.

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