domingo, 30 de noviembre de 2014

Una tarta de chocolate

    El fin de semana se anunciaba sin pena ni gloria: ir al mercado, vigilar los deberes, ser el taxista titular de mis hijos, ir al centro a hacer unas compras de urgencia, contemplar cómo mi santo varón corrige exámenes por kilos, para no darle la razón a todos esos que dicen (con Esperanza Aguirre al frente) que los profesores no trabajan tanto como los demás...Nada excitante ya ven ustedes. Y esos eran mis pensamientos mientras el  viernes comía en el trabajo con unas gentes marcianas, que curiosamente vienen del mismo planeta que yo y que me contaban sus planes de fin de semana: ópera, conciertos, la última de Woody Allen,  visitar exposiciones en París, brunch en casa varias; lo que les decía: unos marcianos que encuentran tiempo para unas actividades a las que yo, si quisiera acudir, le tendría que comprar una de sus siete vidas a un gato.

    El frío se nos ha echado encima, acompañado de esa capa de niebla espesa que impide ver el sol y hace que parezca que los días son eternas noches, o larguísimos atardeceres, que no sé qué es peor. Y por si fuéramos pocos, en estas latitudes nórdicas, ya llegaron las luces navideñas, con todo su cortejo de mercadillos donde comprar cosas inútiles que irán a parar a unos desvanes que luego nuestros hijos tendrán que vaciar; y donde te dan a beber unos vinos calientes con canela que son un invento alemán para odiar el vino en vez de apreciarlo. Todo muy prometedor.

   Sábado por la tarde, a las cinco es noche cerrada, y como gran idea se me ocurre hacer una tarta de chocolate, a mí! que ni soy golosa ni entre mis escasas dotes culinarias se encuentra la de la repostería. Me aplico a leer la receta con las gafas en la punta de la nariz, porque yo soy incapaz de improvisar en la cocina, y menos con los dulces, donde todo hay que pesarlo y medirlo.  Hay que batir  cuatro huevos con 150 gramos de azúcar; es en ese momento cuando me acuerdo que una de las entradas más exitosas de este blog se llamaba "Y yo sin Thermomix" (22 de septiembre de 2013) y es en ese momento, cuando a la vez intento fundir en el microondas 200 gramos de mantequilla y 200 gramos de chocolate negro, se produce una erupción volcánica (dentro del microondas) y mi hija acude en mi socorro, porque además, a ella sí que se le da bien la repostería. Todavía nos queda añadir 80 gramos de harina, una cantidad un tanto caprichosa si contemplamos las anteriores cantidades que son todas múltiplos de cinco (me digo a mí misma) mientras repaso con la criatura la descomposición factorial y el hallazgo del mínimo común múltiplo gracias  los gramos de azúcar, harina, etc. Finalmente me doy cuenta que 80 también es múltiplo de 5, está claro que Dios no me llamó por los caminos de las matemáticas y menos aún por los de la pastelería, pero como soy tozuda como la mula Francis, sigo adelante.  Añadimos una pizca de levadura, afortunadamente sin gramos que calcular, embadurnamos de mantequilla un molde de tarta y allí que va toda la mezcla después de haberme quemado y bien al sacar el chocolate explosivo del microondas. Al horno durante 25 minutos, 180° de temperatura, qué gusto cuando las instrucciones son claras!. 

    No tenía ninguna fe en mis posibilidades pero la tarta salió, y hoy nos la hemos comido en inmejorable y amable compañía, y recalco lo de amable porque estaba un poco seca y nadie ha dicho nada. No sé si se han fijado ustedes, pero a lo tonto, les he dado la receta de una tarta de chocolate que es fácil como ella sola porque la he hecho yo y me ha salido; y me diràn que vaya entrada idiota la de hoy, y que a quién le importa si yo he hecho o dejado de hacer una tarta. Resulta que a mí mi madre nunca me hizo una tarta y no por ello la quiero menos, y yo le he hecho hoy una tarta de chocolate a mi hijo, porque era su cumpleaños, quién sabe si buscando comprar su cariño y hasta un poco  su admiración, ahora que le está cambiando la voz y empiezo a resultarle una tía pesada; resulta que el invierno se me vino encima y una tarta de chocolate, le ha dado un poco de luz a esta oscuridad miserable en la que vamos a vivir hasta finales de enero, y además, después de pasarme la semana metiéndome con la Pantoja y los de Podemos, resulta que una tarta de chocolate, como hilo conductor de mis pensamientos deshilachados, no esta mal del todo. Para la canción protesta habrá tiempo, descuiden.

martes, 25 de noviembre de 2014

Que cunda el ejemplo

    Hace muchos, muchos años, yo estaba en el coche con mi padre una mañana veraniega  de domingo haciendo cola en una gasolinera. Valga recordar que entonces, se hacía cola en las gasolineras porque no existía el autoservicio,  y la operación de repostaje, ya lenta de por sí, se alargaba frecuentemente con el lavado de cristales que te hacía el empleado del lugar para sacarse unos duros de propina. Cuando ya era nuestro turno, de repente un niñato a bordo de un Renault 5 (que era el coche de los niñatos de entonces) se nos coló vilmente y por la cara y mi padre, de quien yo no heredé precisamente este gen peleón que me habita, salió del coche a pedirle amablemente que se pusiera a la cola como todo el mundo. El niñato se le encaró y dijo que pasaba por delante porque él era el hijo del dueño. Sin un mal gesto por su parte, mi padre regresó al coche y me dijo:
- "has oído lo que me ha dicho ese mequetrefe? Pues que te quede claro hija, si algún día eres famosa, o jefe de algún negociado, o tienes responsabilidades , el ejemplo es lo único que sirve para predicar". 

   He intentado no olvidarlo a pesar de que esta anécdota se remonta al Pleistoceno de mi vida, y me consta (por lo que me cuesta) que predicar con ejemplo es dificilísimo y sin embargo, como bien me señaló mi padre hace tantos años, la única manera de andar por la vida cuando se tienen que rendir cuentas. Y si uno es empleado, padre de familia, o simplemente ciudadano de a pie, lo de rendir cuentas es inevitable.   Es más, si se es ciudadano electo, elegido por otros ciudadanos votantes, la ejemplaridad debería ser tan importante como atenerse al quinto mandamiento, que es uno de los pocos en los que están de acuerdo creyentes y no creyentes. No parece que el mensaje haya calado lo suficiente.

    Queiren un ejemplo? Pues el señor Monago, pillado con las manos en la masa y las piernas por los aires, si se me permite el chiste fácil. Toda su labor de regeneración política en Extremadura y la buena prensa adquirida a cuenta de ser bombero y un verso suelto en el PP ha saltado (otra vez el chiste fácil) por los aires. Total, por unos billetes de avión que muy probablemente hubiera podido pagarse de su bolsillo, que tampoco creo yo que lo tenga tan dolorido. Las señoras maduras abducidas por Intereconomía (conozco unas cuantas e icluso comparto con algunas la sangre de mis venas) me dicen que hay un complot de los socialistas detrás de esta vaina para defenestrarlo. Habrá que recordar a las señoras maduras, o mejor, a las más maduras que yo, que en Intereconomía hizo sus primeros pinitos televisivos Pablo Iglesias (ya ven qué Patio de Monipidio)  y que, complot o no, el ejemplo es el ejemplo. 

    Otro más? La Pantoja. Lista como ella sola para sacarle al Hola! veinte millones de pesetas de las de 1985 a cambio de contar su dolor y llenar las plazas de toros de España cantando canciones empalagosas con su Paquirrín en brazos, un talento como otro cualquiera. Total, para acabar en la cárcel de Alcalá de Guadaira por unos fajos de billetes (de acuerdo, eran muchos) en unas bolsas de basura. Ella, que no era pobre precisamente, hubiera podido limitarse a dar ejemplo y seguir cantando "Marinero de luces"; a estas horas estaría libre como un pajarillo y no ensayando "Los peces en el río" con el coro de la cárcel. 

    Pero no todo está perdido. Los jugadores del Rayo Vallecano, que son profesionales de Primera División, aunque todos juntos en un año deben cobrar lo que Cristiano Ronaldo él solo en tres meses, van a pagar de sus bolsillos el alquiler de la nueva vivienda de Carmen Martínez Ayuso, esta sí, una pobre señora de 85 años desahuciada de su casa por impago de una deuda contraída por su hijo. Todavía hay esperanza y...que cunda el ejemplo, por difícil que sea.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Averías

    Yo creía no tener más fobias que a los bichos con plumas, y en las últimas semanas he descubierto una que no encuentro en los manuales que, sin embargo, sí recogen puntalmente las de las aves y palmípedos: odio las averías, en su amplio abanico de posibilidades. 

    Estas cosas no viene gratis en la vida. Buceando en mi pasado me doy cuenta que la afición de mi madre a meter los obreros en casa, y la de mi padre a almacenar todo tipo de herramientas, cables, tuercas y tornillos deben de haber contribuído a ello. Ya se lo conté a ustedes hace ahora un año, si buscan en mis archivos blogueros verán que era en ese momento cuando Pepe Gotera y Otilio campaban por sus respetos en mi casa y a mí estaba a punto de darme un patatús. 

    No sé si llevo un gafe puesto encima (creo en el el fenómeno gafe, qué le vamos a hacer) pero se me ha estropeado una tecla del piano, que a ustedes les parecerá una nimiedad de burguesa ociosa pero la cosa requiere la intervención de un especialista que cobra igual que respira y para servidora, el piano es lo más cercano al yoga que he encontrado. Al mismo tiempo, se han fundido varias bombillas, la pila del mando a distancia del garaje se agotó y era complicada de encontrar; me caen hace unos días unas gotas del doble techo instalado por Pepe Gotera y Otilio sin dejar rastro en la escayola (eso sí que es un fenómeno paranormal) y el domingo pasado, mi coche, que uso poco y maltrato aún menos, se estropeó con resultado de pieza millonaria a reponer. 

    Me van a decir ustedes que a nadie le gustan las averías, pero es que a mí reponer una bombilla ya me merece el título de avería y ya sé que en el fondo no lo es, así que me preocupa estar desarrollando una especie de trastorno compulsivo ante los aparatos que no funcionan. Yo, que soy bastante impermeable a la modernidad porque aún compro periódicos y libros en papel, nunca hago transferencias bancarias desde mi ordenador y no sé encender mi propio televisor, resulta que me he dejado colonizar por un principio básico de la vida moderna: todo tiene que funcionar. Y eso que yo aún he conocido la época dorada de las interferencias televisivas, las llamadas telefónicas que se cortaban, los coches que se calentaban en los viajes largos y los electrodomésticos que se fundían con las tormentas. Y además, como soy torpe y analfabeta funcional, cuando las cosas se estropean, ni siquiera puedo pretender arreglarlas; simplemente me cojo una rabieta.

    Claro que, bien visto, peor es que se te averie el cuerpo, aunque creo que esos crujidos de espalda que escucho por las mañanas, esas jaquecas inexplicables, ciertas agujetas repentinas y la incapacidad de reponerse rápidamente de una mala noche o incluso de una buena juerga, son síntomas de una avería llamada "envejecer", detestable como ella sola.

    Y en otro orden de cosas, están las averías administrativas, las averías judiciales, las administrativas, las municipales y urbanísticas y no digamos las constitucionales. Para todas ellas hace falta algo más que un buen destornillador o un fontanero. En España parece que ya se nos ha aparecido nuestro MacGiver particular, cruzado con el repelente niño Vicente y el hijo del Altísimo. Dice tener las buenas herramientas y un diagnóstico preciso de dónde está la avería, aunque no sabe muy bien cómo va a a pagar los materiales. Y ya ven ustedes, en el día de la muerte de Cayetana (una señora bastante averiada por otra parte) aquí me tiene otra vez hablando del mismo...Claro que de Cayetana ya hablé a su tiempo, concretamente el 6 de octubre de 2011 ("Cayetana o la eterna juventud") y no quiero repetirme.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Presbicia

    Hace algo menos de un año, me tuve que rendir a la evidencia: no veo tampoco de lejos, y de cerca, bastante menos que antes. Un oculista antipático y poco profesional me propuso operarme de una incipiente miopía, en mi lugar de residencia y yo, aprovechando mi visita navideña a España, acudí a ver a mi amigo Nacho, que no es oculista sino óptico, que son los que en realidad saben de graduar la vista. Nacho me diagnosticó una presbicia muy propia de mi edad, saber y gobierno, y me hizo unas fantásticas gafas progresivas que uso a diestro y siniestro y sin las cuales mi vida sería bastante complicada. También me hizo una advertencia que procuro seguir y que en aquel momento me pareció curiosa: "no las tengas puestas todo el día (las gafas), aunque te lo pida el cuerpo, pues  las progresivas, cuando uno se adapta a ellas, son como una droga suave, de esas que no te matan pero te hacen adicta". Y añadió, ya en tono de mayor chanza: "son tan buenas que hasta te enseñan la realidad mejorada". 

    Y ahora viene la metáfora de este cuento que les he largado sobre algo tan banal como la vista cansada. Este pasado fin de semana ha llegado el Mesías a  España, no sé muy bien si lo estábamos esperando y ni siquiera si nos hacía falta, pero ha llegado. Viene cargado de muchas y variadas intenciones y de pocas propuestas concretas más allá de echar a los que roban y meten la mano en la hacienda pública,  algo con lo que el 90% del personal está de acuerdo; porque esa es la habilidad de los Mesías, vienen a  salvarnos con frases  poco novedosas con las que  que la mayoría estamos de acuerdo: recuérdese el "amaos los unos a los otros como yo os he amado". Bien pues, el Mesías de ahora, nos dice que hay que barrer de un plumazo la Transición y "abrir el candado del 78, que es un régimen que se derrumba". Fuertes palabras, pronunciadas por alguien a quien la oratoria no le es una ciencia ajena. 

    Nunca pensé que todo lo que hemos hecho en mi país, los españoles de buena voluntad (supongo que al Mesías le gusta este lenguaje) desde el '78 (año de nacimiento del Mesías, qué curioso) para acá pueda ser tildado de" régimen", porque régimen era lo que había antes, donde se metía igualmente la mano en la caja, pero ademàs con impunidad y con ley marcial,  pena de muerte, sindicatos verticales y cortes no elegidas por los ciudadanos. Creo que los que somos aficionados a la democracia, quizás nos hayamos puesto unas gafas progresivas y las hayamos usado demasiado a menudo; y esas gafas nos han devuelto, como dice mi amigo el óptico, una realidad mejorada. Quizás todos los españoles que ahora tenemos entre 45 y 60 años hayamos sufrido de una presbicia histórica que, con esas gafas maravillosas de Suarez, la Constitución, los primeros gobiernos socialistas, la aprobación del divorcio o del matrimonio gay, las becas Erasmus y la Selección ganando partidos, ahora es difícil de curar. Quizás todas estas cosas buenas sólo las veíamos con las gafas progresivas, sin ponernos las gafas de cerca, para ver todo lo que se estaba cociendo por debajo, no digo que no.

    Pero también cabe la posibilidad de que las gafas las lleven el Mesías y sus apóstoles, que piensan que se pueden mantener miles de prestaciones sociales simplemente masacrando a los ricos (porque los muy ricos ya se habrán escapado para cuando ellos lleguen); que creen que es posible construir un partido político sólo saliendo en las tertulias televisivas, que no nos dicen de dónde y cómo se van a financiar los servicios públicos ni esa renta básica universal  que le prometen a todo quisque, que piensan que hay cierta prensa que se merece una mordaza y que a estas alturas no son capaces de decir alto y claro si son de derecha o de izquierda. Que creen en la "participación telemática" de la gente (palabras textuales) y en que es posible sacar a España de la OTAN, a estas alturas...Me dicen ustedes quién sufre aquí de presbicia histórica?

    A lo mejor el problema es simplemente que son jóvenes, y que a mí, que ya no soy tan joven, ni tan ingenua, y que ni siquiera creo en los Mesías, ya vengan con coleta, con diadema o con una túnica blanca, me dan escalofríos todos esos que saltan a la palestra pretendiendo ser la salvación, porque con ellos la cosa casi siempre acaba mal.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Mi lucha

    Una vez más pido prestado el título de un libro, aunque sea éste, escrito por un energúmeno, ,me acuso por ello y vayan mis disculpas de antemano.Todo para justificar que aunque pasen los años, sigo siendo peleona, (un pitbull, que dice mi marido) aunque es verdad que los huesos donde hinco el diente, por aquello de seguir con el símil canino, han cambiado bastante desde que me peleaba contra la subida de las tasas universitarias, contra las matanzas en Palestina y pinchaba los pomelos de cierto país en los supermercados.

    Peleo contra los bancos que te cobran comisiones ilegales por hacer transferencias en euros que, en realidad, te haces tú misma con tu ordenador. Concretamente peleo contra un banco español que es el que cada mes me somete a semejante robo organizado y además me tiene secuestrada con una hipoteca, sin la cual hace ya tiempo que tendría una Cuenta Naranja de ING. No diré nombres, pero su gran jefe murió hace poco. Un día de estos tendré los arreos, la paciencia y esperemos, los fondos necesarios para hacerles un corte de mangas y sacar mis miserables cuartos de allí. 

    Peleo contra los jovenzuelos que dicen que votar no sirve para nada y de repente se ilusionan con un señor que se ha hecho famoso en las tertulias televisivas, no dice jamás si es de derecha o de izquierda, no sabe nada de economía pero da lecciones a diestra y siniestra, acumula todo el poder posible dentro de su partido que no es partido y piensa que con eso se puede gobernar un país, y no un país cualquiera, sino el nuestro, que es bastante ingobernable. Y habla de la casta, que es un término bastante desagradable.

    Peleo contra los kilos que se obstinan en almacenarse en mi cintura a pesar de todo lo que hago para evitarlo. No podrían repartirse a lo largo de las piernas? 

    Peleo contra los dueños de los perros que están convencidos que un ser que marcha a cuatro patas, hace pis en los árboles y se caga en las aceras es equiparable a un humano. Y por supuesto, son esos, los que aman a sus perros más que a su familia, los que dejan las aceras de mi barrio llenas de excrementos, los que no se inmutan cuando les señalas que el animalillo ha hecho de las suyas o incluso se ofenden, los que los abandonan ladrando en las terrazas cuando  ellos salen a cenar. En el fondo los perros no tienen la culpa  de tener semejantes amos.

    Me peleo contra los que van al cine a varias cosas que nada tienen que ver con ver una película: charlar con el colega, mandar y recibir mensajes de texto, consultar su Whatsapp y pegarse unos banquetes donde sólo falta una fiambrera con una ración de Fabada asturiana. Ultimamente voy más a las salas de conciertos que al cine, y veo con desesperación que los adictos al móvil también lo consultan a pesar de tener frente a ellos una orquesta sinfónica. Incluso ya les conté una vez que a mí me robaron el teléfono en uno de esos conciertos...Hay ladrones que aman a Beethoven, qué le vamos a hacer.

    Y ya que estoy con el tema teléfono móvil, les hago partícipes de la lucha que me consume desde hace unos meses, la que emplea el grueso de mis fuerzas y me convierte en un ser gritón y desagradable que no creo ser:  mis hijos son como los hijos de los demás, viven pegados a sus teléfonos donde encuentran todo lo que buscan (excepto las llaves de casa o la bolsa de deporte del colegio) donde hablan  con sus amigos a golpe de faltas de ortografía y desde donde me mandan unos mensajes con dibujitos que para leerlos es necesaria la ayuda de la piedra Rossetta o un curso de egiptología. En esas pantallas no demasiado grandes ven películas y series de televisión sin necesidad de usar gafas (cuánto les envidio por ello) y sólo muy de vez en cuando recuerdan que el artilugio, además de tener todas esas prestaciones, sirve para llamar y ser llamado. Me da que esta pelea, por mucho que persevere, moriré con las botas puestas. Buenas noches.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Yo estaba allí

    A veces la vida te pone en un lugar determinado, y en un momento exacto de tal manera que acabas pensando que eres protagonista de la historia. A mí sólo me ha pasado eso una vez, y el 11 de noviembre que es pasado mañana celebraré los veinticinco años de aquel momento, como los alemanes festejan hoy la caída del muro, porque el 11 de noviembre de 1989, yo estaba allí, viendo caer paños enteros del muro ante los aplausos de la población y contemplando las caras de los que venían del otro lado de ese telón de acero que yo había mitificado gracias a las muchas películas de espías que vi en mi infancia. 

    En noviembre de 1989 yo vivía en Lovaina (Bélgica) a donde habían ido a para mis huesos gracias a una beca Erasmus que nadie en mi facultad quería, porque nadie se fiaba de que aquel invento pudiera funcionar. "Pedid las becas, por Dios"clamaban al cielo los profesores, "que a este paso este proyecto se va a venir abajo"; tal era la poca fe que tenía toda la Universidad española en un invento venido de fuera y hecho a la medida de los españolitos casposos que éramos casi todos. A lo que iba: yo estudiaba en Lovaina y me faltó el tiempo para saltar a un autobús fletado por una organización estudiantil (de la cual con el tiempo me enteré que eran nacionalistas radicales y un tanto carcas) para ir a Berlín en un trayecto nocturno, pasar allí dos días y una noche en la que no dormimos, y estar de vuelta el lunes a clase. Me acompañaba una amiga que, con el paso del tiempo ha dado saltos bastante más audaces que ese y dos gringos amigos también, a quienes la incredulidad de lo que estaba ocurriendo empujaba tanto como a las dos españolitas Erasmus nos empujaba la curiosidad.

    He visto muchas cosas en la vida desde entonces, pero aún recuerdo como si fuera ayer  los abrazos de júblio que aquellos alemanes se daban unos a otros, los rostros sorprendidos de los del Este cuando al traspasar lo que para ellos había sido la frontera de sus vidas, además les ponían en las manos unos marcos para gastar en las tiendas; los cánticos de los jóvenes encaramados en los restos del muro, la gente armada con picos y martillos despedazando lo que podían (yo también tengo mi pedazo, claro está) los guardias que no ejercían de tales, la cerveza que corría generosamente e incluso gratis por todas las tabernas berlinesas, y esa sensación de Nochevieja española trasplantada a la Puerta de Brandenburgo. Puerta de la cual apenas nos movimos durante las 48 horas que estuvimos allí, pues huelga decir que para ver la ciudad volvimos seis meses más tarde, cuando la euforia había descendido algunos grados y la temperatura había remontado otros tantos. 


    Ya sé que no les cuento nada nuevo y que todo lo que les he relatado es bastante tópico y sabido; pero este fin de semana, viendo en los informativos por televisión las celebraciones alemanas y el relato de lo que ha cambiado el país desde entonces, servidora se ha dedicado a pasarse por el cerebro la película de su vida y ver lo que he cambiado yo. Yo, como los alemanes del Este también he perdido la inocencia por el camino, también estoy de vuelta de muchas promesas de vida mejor, también desconfío del liberalismo económico y de los políticos llenos de buenos deseos y vendedodres de utopías irrealizables, que ahora nos atacan de nuevo. Yo también he visto cómo subía el precio del pan o la gasolina. he visto incluso como se creaba una moneda que en aquella Universidad en la que yo estudiaba en 1989 nos contaron que existiría a diez años vista y que sería la moneda de todos los europeos (tampoco me lo creí en su momento y miren ustedes...) he terminado siendo una expatriada como eran aquellos alemanes que vivían en algo que de Alemania sólo tenía el nombre, donde espiaban tus conversaciones telefónicas y si eras deportistas te atiborraban de hormonas hasta cambiarte el sexo.

    Y saben ustedes qué? Yo estaba allí, y lo que ví en apenas dos días me abrió los ojos de mala manera, aquellos alemanes gritando libertad y abrazándose con otros alemanes que hasta entonces eran el enemigo me dejaron el corazón templado y las neuronas entretenidas durante mucho tiempo...Veinticinco años desde entonces! Casi nada. Feliz semana para todos.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

I have a dream...

    Ayer me ví envuelta en una de esas situaciones absurdas en las que me pone mi trabajo y que hacen que lo aprecie por encima de todo porque me garantiza (que no es poco) el no aburrirme en él. Una pandilla de gentes variopintas discutía sobre una cosa llamada la "hipersensibilidad electromagnética", consistente en sufrir síntomas varios en la cercanía de una antena, un teléfono móvil o un repetidor de wifi. Qué síntomas? dolor de cabeza, cambios de humor, sudoración, calambres en las piernas, dificultades para dormir y toda otra serie de lindezas que, puestas así todas juntas, me recordaban la lista de los síntomas de la menopausia, pero bueno, concedo que haya gente que sufre del síndrome ese y que lo pasa mal, sobre todo porque no les hacen caso. 

    Vaya por delante que soy una persona cartesiana y descreída, y que creo sólo en lo que los científicos consiguen demostrarme con pruebas, por eso, ya me gustaría a mí creer en las cosas que dice el Papa Francisco (por ejemplo) que me cae de miedo, pero me da que a él no siempre lo ilumina la ciencia. Volvamos al meollo de la cuestión: ayer estas pobres personas dolientes de sus males electromagnéticos se juntaban en un lugar en el que no faltaba más que la Pantoja cantando "Marinero de luces": científicos y pseudocientíficos, activistas del medio ambiente, defensores de los consumidores, representantes de las multinacionales telefónicas que sin mayor pudor tachaban a los científicos de mentirosos, alcaldes de pueblos "wifi free" y alcaldes de pueblos hiperconectados, médicos y curanderos todos mezclados sin que se supiera muy bien cuáles eran unos y otros; y por si fuéramos pocos, una secta de veganos que se coló en el evento intentando convencer a la peña de que los males de las ondas de radio que nos abrasan (o no) el cerebro se curan con dejar de comer animales y huevos y hartándonos de verduras crudas. 

    Pero realmente corremos el riesgo de morir más jóvenes y con el cerebro carbonizado por culpa de todas las ondas eléctricas que nos rodean? Pues ya me gustaría a mí saberlo y nunca mejor dicho, a ciencia cierta, pero ni modo. En medio de aquel Patio de Monipodio con trasunto de telecomunicaciones, me ocurrió lo que tantas veces cuando me encuentro rodeada de gentes que opinan de todo y de nada y no se escuchan unas a otras: tuve un sueño. 

    Pues sí, señoras y señores, parafraseando a aquel, "I have a dream". Soñé que de repente vivía en un mundo donde la gente viajaba de nuevo en los metros con un libro o revista en las manos; soñé que los kioscos vendían periódicos mañaneros que llegaban calentitos al puesto y atados con un cordel. Soñé que mis hijos andaban sólos por la calle sin necesidad de llevar encima ese buscador que les ponemos para llamarles cuando nos angustiamos, aún sabiendo que no nos contestan. Soñé que las bibliotecas públicas no cerraban y que en las librerías hacían rebajas dos veces al año; que el cine costaba tres euros y que reponían películas antiguas. Soñé que quedaba con mis amigos a una hora fija y en un sitio exacto sin posibilidad de cambiar diez veces esa hora y ese sitio. Soñé que coleccionaba álbumes de fotos de mis seres queridos y que la señora de la agencia de viajes no sólo no había perdido su trabajo sino que además se ocupaba de venderme los muchos billetes de avión que compro al año; es más, hasta soñé que en el aeropuerto había un amable azafato que me facturaba la maleta y que los códigos de barras se habían convertido en un dibujo tan obsceno como la cruz gamada.  Soñé que a los políticos se les prohibía tener Twitter y que se les examinaba a todos con un dictado antes de poder presentarse a diputados. Soñé que era posible rellenar un formulario de hacienda con un bolígrafo Bic y reservar una entrada de teatro por teléfono diciendo que ya pasaría después a pagarla. Soñé que el objetivo de la ciudadanía era "un hombre, un voto" y no "un hombre, un teléfono" (o dos).

     Y me desperté del sueño sin más. Ahora llámenme ustedes troglodita, cavernaria, vetusta y analfabeta digital. Vale, pero no me nieguen que en ese mundo que dejamos atrás, donde las antenas y los repetidores sólo salían en las películas de ciencia ficción tenía su encanto, o no? Por no meternos a pensar en las neuronas que se nos están friendo como calamares a la romana  por culpa de todos los aparatejos que nos rodean y sin los cuales ni yo misma puedo vivir, y entre los cuales, parece ser, que acabaremos todos por morir.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Razones para irse, razones para quedarse.

    Está más que alborotado nuestro país (para variar) ya sea por la enésima redada a los corruptos, el Ebola, la Pantoja y su entrada en la trena,  la consulta catalana o el verano que no acaba de irse. Somos gente ruidosa y alterada y encima, los que nos gobiernan nos  azuzan para que siempre tengamos excusas para alborotarnos, son así de torpes. A la vez que contemplo este guirigay, me llega por el fantástico Huffington Post (que debería ser de lectura obligatoria para todo ciudadano normalmente constituido) el aviso de que en breve plazo podré ver un documental de Iciar Bollaín llamado "En tierra extraña", que no pienso perderme por varias razones: respeto mucho el trabajo de esta señora, el guionista (a la sazón su marido) Paul Laverty, es el mismo que el de las mejores películas de Ken Loach, está rodada en Edimburgo, donde actualmente residen 20.000 españoles, muchos de ellos emigrantes económicos y donde ella misma también  reside. Y la voy a ver porque yo también salí de mi tierra hacia una tierra extraña, llevada más por la curiosidad que por la necesidad, cierto es; aunque el paro del año '89 que me vio marcharme en nada tenía que envidiar al de ahora. Yo ya he visto el trailer, que es un buen retrato de la crisis que por mucho que se empeñe el gobierno en anunciar lo contrario, no nos abandona. 

   Hay razones para irse de esta tierra que las malas noticias han tomado por asalto? Sí, las hay; y también para quedarse, y si me lo permiten, les hago una pequeña lista, de esas a las que ya saben ustedes que soy muy aficionada.

    Razones para irse: el sol no lo es todo en la vida, sobre todo si no se tiene para pagar el alquiler y las facturas; la corrupción es tal que todo el que tiene un cargo público es sospechoso de meter la mano en la caja; el paro no baja del 20% y ya van  dos generaciones de españoles sacrificados por una crisis que no se acaba. A nuestros gobernantes les importan un rábano la educación, los profesores, los enfermeros, los médicos y los empleados públicos son tratados como la propia basura que recogen, se desmantelan los hospitales y si a uno se le atraviesa una piedra en el riñón, más vale rezar para que ese día las urgencias no estén colapsadas o de huelga. La pobreza se ha asomado a nuestras casas, sobre todo a aquellas donde hay varios niños, que al estado le importan un pimiento alimentar o no. Los jóvenes parados  no tiene estudios, nadie habla inglés (ni siquiera nuestro presidente del gobierno) y la televisión se dedica a emitir programas de dudoso gusto destiados a idiotizar a la masa ya bastante enajenada por sí misma.  Ir al cine es impagable porque tenemos el IVA cultural más alto de Europa, y los teatros y auditorios encargados en tiempos de bonanza se pudren sin un mal espectáculo que celebrar dentro de ellos. Todo ésto promete arreglarlo un señor con coleta del que aún no hemos conseguido desentrañar si es el Mesías de nuestros catecismos de antaño (hasta se parece) o un Chávez en versión hispana. Yo me conformaría cons saber a ciencia cierta si es de izquierda o de derecha.

    Razones para quedarse: los países prósperos donde apenas ven el sol porque están cerca del Círculo Polar tiene una elevada tasa de suicidios y la obsesión por evitar la corrupción ha creado extensas redes de chivatos ciudadanos que te denuncian hasta por sacar al niño a pasear sin gorro cuando nieva. Los  colegios públicos nórdicos funcionan como Dios manda y son gratuitos, sus alumnos son plurilingües y habilidosos con las matemáticas, aunque también de vez en cuando a alguno se le cruza un cable y organiza un tiroteo en la puerta de la escuela. El estado de los países civilizados se ocupa de la cosa pública a costa de unos impuestos estratosféricos que van destinados a financiarlo, pero que nadie asegura que no estén financiando también alguna corruptela. La sanidad pública te paga las gafas y la ortodoncia del niño, pero como tengas un tumor en el páncreas más vale ser rico que pobre. Allende los Pirineos, el cine es asequible, pero hay cola; los restaurantes están al alcance de muchos, pero siempre hay que reservar; la peluquería cuesta un ojo de la cara, como para permitirse la raya del tinte más allá de lo que manda la estética,  y los bares casi siempre están llenos de gente que bebe sola y ahoga sus penas en alcohol. De este lado, sin embargo, el aceite de oliva nos cuesta dos euros el litro, y nos ahorra muchos colesteroles y maldiciones  similares; todavía es posible ir al mercado con un billete de diez euros y volver con tres kilos de fruta o verdura, y en los bares nos sirven la bebida a la vez que escuchan nuestras penas y nos dejan ver el partido. Quizás la aparición del Mesías con coleta sirva para que los demás hagan limpieza en sus casas y todos comprendan que, a veces, para gobernar también hay que pactar.

    Como decía Chus Lampreave en el desdichado anuncio, "una cosa es irse y otra hacerse". Yo ya me fui, de motu proprio y sin que me empujase ninguna necesidad perentoria; no me he hecho de ningún lado, sigo siendo de donde era y, a pesar de la buena vida que he tenido y tengo, y de lo feliz que soy en mi lugar de aposento no se crean, muchas mañanas cuando me despierto me pregunto a mí misma qué hubiera sido de mi vida en otra parte y si estaré en el lugar adecuado. Así de complicados somos los humanos;  Forges, con una sola viñeta lo explica mucho mejor que yo.