jueves, 20 de noviembre de 2014

Averías

    Yo creía no tener más fobias que a los bichos con plumas, y en las últimas semanas he descubierto una que no encuentro en los manuales que, sin embargo, sí recogen puntalmente las de las aves y palmípedos: odio las averías, en su amplio abanico de posibilidades. 

    Estas cosas no viene gratis en la vida. Buceando en mi pasado me doy cuenta que la afición de mi madre a meter los obreros en casa, y la de mi padre a almacenar todo tipo de herramientas, cables, tuercas y tornillos deben de haber contribuído a ello. Ya se lo conté a ustedes hace ahora un año, si buscan en mis archivos blogueros verán que era en ese momento cuando Pepe Gotera y Otilio campaban por sus respetos en mi casa y a mí estaba a punto de darme un patatús. 

    No sé si llevo un gafe puesto encima (creo en el el fenómeno gafe, qué le vamos a hacer) pero se me ha estropeado una tecla del piano, que a ustedes les parecerá una nimiedad de burguesa ociosa pero la cosa requiere la intervención de un especialista que cobra igual que respira y para servidora, el piano es lo más cercano al yoga que he encontrado. Al mismo tiempo, se han fundido varias bombillas, la pila del mando a distancia del garaje se agotó y era complicada de encontrar; me caen hace unos días unas gotas del doble techo instalado por Pepe Gotera y Otilio sin dejar rastro en la escayola (eso sí que es un fenómeno paranormal) y el domingo pasado, mi coche, que uso poco y maltrato aún menos, se estropeó con resultado de pieza millonaria a reponer. 

    Me van a decir ustedes que a nadie le gustan las averías, pero es que a mí reponer una bombilla ya me merece el título de avería y ya sé que en el fondo no lo es, así que me preocupa estar desarrollando una especie de trastorno compulsivo ante los aparatos que no funcionan. Yo, que soy bastante impermeable a la modernidad porque aún compro periódicos y libros en papel, nunca hago transferencias bancarias desde mi ordenador y no sé encender mi propio televisor, resulta que me he dejado colonizar por un principio básico de la vida moderna: todo tiene que funcionar. Y eso que yo aún he conocido la época dorada de las interferencias televisivas, las llamadas telefónicas que se cortaban, los coches que se calentaban en los viajes largos y los electrodomésticos que se fundían con las tormentas. Y además, como soy torpe y analfabeta funcional, cuando las cosas se estropean, ni siquiera puedo pretender arreglarlas; simplemente me cojo una rabieta.

    Claro que, bien visto, peor es que se te averie el cuerpo, aunque creo que esos crujidos de espalda que escucho por las mañanas, esas jaquecas inexplicables, ciertas agujetas repentinas y la incapacidad de reponerse rápidamente de una mala noche o incluso de una buena juerga, son síntomas de una avería llamada "envejecer", detestable como ella sola.

    Y en otro orden de cosas, están las averías administrativas, las averías judiciales, las administrativas, las municipales y urbanísticas y no digamos las constitucionales. Para todas ellas hace falta algo más que un buen destornillador o un fontanero. En España parece que ya se nos ha aparecido nuestro MacGiver particular, cruzado con el repelente niño Vicente y el hijo del Altísimo. Dice tener las buenas herramientas y un diagnóstico preciso de dónde está la avería, aunque no sabe muy bien cómo va a a pagar los materiales. Y ya ven ustedes, en el día de la muerte de Cayetana (una señora bastante averiada por otra parte) aquí me tiene otra vez hablando del mismo...Claro que de Cayetana ya hablé a su tiempo, concretamente el 6 de octubre de 2011 ("Cayetana o la eterna juventud") y no quiero repetirme.

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