lunes, 7 de julio de 2014

Siempre nos quedará París

    Tengo con París una relación de amor un tanto extraña, porque es una ciudad que me fascinó, me sedujo, me lo hizo pasar muy mal durante un periodo de mi vida y a día de hoy sigue atrayéndome como un imán. París era, en mis años mozos uno de los dos sitios  a donde queríamos ir todos los que no íbamos a ninguna parte, el otro era Londres. París era la ciudad del Mayo del 68 (aunque yo en el 68 tuviera tres años) de Yves Montand, de Truffaut (para quienes amábamos el cine por encima de todas las cosas) de los croissants y del pan que sabía como en ningún otro lugar, de la libertad y los libros no censurados y las películas no prohibidas, del Louvre y la Monna Lisa e incluso (siempre para los que amábamos el cine) la ciudad donde Gene Kelly bailaba por las calles al ritmo de una música extraordinaria de Gherswin...un americano en París!


    A París viajé yo, como tantos otros, mochila al hombro  y "Guía del Trotamundos" bajo el brazo, y pensaba entonces que era imposible que hubiera una ciudad más bonita sobre la tierra. Años después aterricé con una maleta y una beca miserable en la ciudad universitaria y me dí cuenta que ser estudiante en París (al menos entonces) era lo más parecido a la pobreza que yo había conocido. Para acabar de rematar mis desdichas, mi temporada de estudiante parisina se saldó con una larga lombriz solitaria (fruto probablemente de las muchas porquerías que comía) que hospedé durante varios meses y me dejó hecha un despojo. La solitaria fue un amargo recuerdo de tantos bocadillos de Camembert a la puerta de la biblioteca nacional y tantas películas no vistas en la filmoteca porque la disyuntiva era el abono del metro o la entrada del cine...Les aseguro que aquello de "la bohème" es una canción de Aznavour y un asco en la vida real.

    Y a pesar de todo, vuelvo a París periódicamente con gusto y con placer, deseosa de pasear por sus calles y, sobre todo por sus museos. Vuelvo a París como los niños vuelven al patio del recreo un día y otro  más, siempre pensando que ese rato será el mejor del día. Y así ha sido el pasado fin de semana, donde, a pesar de la lluvia, de una tortícolis que no se me va, de mil y una cosas que me rondan por la cabeza y de los millones de turistas llegados para la temporada veraniega, he disfrutado como una enana, he ido a ver un espectáculo alucinante a la ópera de la Bastilla (que no conocía) y he comido como una reina. Hasta veo con agrado que aquel mejunje tostado que los parisinos antes llamaban café, comienza a parecer un café de verdad. 

    Volvamos al cine, se acuerdan de esta escena?


    Pues eso: siempre nos quedará París. A pesar de que anuncian lluvia para toda la semana; a pesar de que mi vida en este momento es un tumulto de expedientes abiertos y sin cerrar; a pesar de que me duele el cuello y voy a tener que pasar por las manos de la osteópata-karateca a que me lo enderece y me haga crujir como un barquillo; a pesar de que últimamente no saco un minuto para ordenar mis papeles; a pesar de que mañana tengo un trámite duro de pelar con uno de mis seres queridos y  quiero estar a su lado, a pesar de los pesares...siempre me quedará París. Menos mal.

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