jueves, 3 de abril de 2014

Un taburete de tres patas

    Desde que tengo uso de razón, tengo asimilado que por esta vida pasamos para disfrutar y aprender. De lo primero ya nos encargamos cada uno por nuestra cuenta, pero de lo segundo no, y hay que buscar ayuda. En mi caso, el aprender se me ha representado siempre como un perfecto taburete de tres patas, en la que una eran mis padres, otra mis maestros, y la tercera los libros. 

    De la primera pata no hay mucho que contar, aunque llega un momento de nuestras vidas en el cual nos damos cuenta que nuestros padres no tienen la respuesta para todo, o simplemente no están ya para responder. En la segunda pata caben muchas personas durante los muchos años de nuestra existencia: desde el maestro que nos enseñó a leer en el parvulario hasta algunos de los que siguen empeñados en que aprendamos cosas nuevas. Yo por ejemplo tengo aún una maestra, en forma de profesora de piano, que cree a pies juntillas que algún día seré capaz de tocar un Nocturno de Chopin de un tirón y de memoria (a trompicones ya lo he conseguido) y persevera en sus enseñanzas con más paciencia que el santo Job. Todo lo demás se encuentra siempre en los libros; incluso se encuentra mucho más de lo que se busca, he ahí la gracia! La verdad es que siguiendo a las tres patas del taburete no me ha ido demasiado mal hasta ahora. 

    Pero ahora tengo herederos, dos adolescentes de los que preocuparme (por ésta y por otras miles de cosas) porque veo que el taburete que  tienen ellos y todos los de su generación, es bastante diferente del mío; A saber, las tres patas se llaman Google (y con suerte, Wikipedia); Facebook y parientes (Instagram, Twitter, Ask, etc) y YouTube para la tercera pata. A los padres nos escuchan con cierta retranca, a sus maestros, lo mínimo para que no les suspendan, y los libros pasaron a mejor vida. Y con los libros, las películas (si no son de acción y movimiento extremo) el teatro, la música (si no tiene una base electrónica) y todo aquello que exija más de media hora de concentración. Ni siquiera el Kindle es un invento a tener en cuenta: sólo es en blanco y negro y no tiene mensajería.

    Los jóvenes no quieren leer, porque es aburrido, está lleno de letras y de palabras que desconocen y ni por asomo piensan en buscar en el diccionario (otro objeto impreso no identificado). Ya va siendo hora qua admitamos, igual que admitimos que los Reyes Magos eran los padres y que lo de la Virgen María es un fenómeno surrealista, que leer es un acto solitario, anticuado y trabajoso, que los libros pesan, no tienen imágenes, no le puedes dar el "me gusta" para que se enteren tus colegas y encima te hacen pensar...Deben ser el objeto menos sexy que deambula por el planeta tierra. A algunos nos ha servido durante muchos años para viajar por paraísos remotos, para conocer personajes inolvidables, para demostrar que no éramos idiotas en las reuniones sociales, y hasta para divertirnos, perder muy a gusto unas cuantas horas de sueño y acumular el saber necesario para tener un trabajo bien pagado, y una opinión, que no es poca cosa para andar por el mundo. No parece que todos estos parabienes conmuevan lo más mínimo a nuestros descendientes, para los que leer es algo que se hace porque te lo mandan en el colegio, y hago esta categórica afirmación con el alma en pena y una tristeza infinita, sabedora de que la cosa no tiene remedio. 

   Me gustaría que existiera la reencarnación para poder ver dentro de veinte años, qué trae como resultado tanto desprecio por el saber y la letra impresa. Igual que ahora sabemos que la Guerra Civil  nos dejó un país partido en dos donde aún hay cicatrices abiertas, o que los padres del '68 criaron hijos libertinos e indolentes que ahora se han vuelto a su vez unos ogros con sus propios hijos. Como sabemos que cuando se jubilen de golpe todos los que nacieron en el Baby Boom de los 50-60 no habrá dinero para tanta pensión, o como sabía Wilson, el presidente norteamericano que firmó los tratados de paz tras la Primera Guerra Mundial, que allí mismo se estaba preparando la Segunda (ésto, claro está, lo sé porque lo he leído en un libro: Robert Graves,  "Adios a todo eso"). Pues eso, a mí me gustaría saber qué clase de mundo y de humanidad será ésta que no sabe más que lo que le cuentan las pantallas de los ordenadores, que no consiguen leer de corrido porque cada diez segundos les entra un mensaje o les pita el móvil. No descarto llevarme un chasco y contemplar una sociedad más feliz, más igualitaria, más justa y menos cruel, porque las tres patas de mi taburete me han enseñado que cualquiera se puede equivocar y que hay que darle una oportunidad a las personas; pero por desgracia no lo voy a ver. Y no sé si quiero...

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