martes, 15 de abril de 2014

Mirando al mar

    Parece mentira que una castellana vieja como yo, hija de castellano viejo y de andaluza de interior, eche de menos el mar, pero así es. A pesar de todo lo que presumo de mi ciudad de origen, de sus piedras centenarias, de su gente adusta y fiel, de sus dehesas, de sus embutidos y del sol de la Meseta, lo siento, lo que echo de menos es el mar. Así que como estoy harta de que me caiga agua encima en cada visita a la terrible estepa castellana (escribiré al primo de Rajoy un día de estos para ver si sigue negando el cambio climático) me he venido a las Islas Afortunadas, en su versión màs de secano para ponerme al sol y mirar al mar, que no me hace falta mucho màs en la vida. 

    Y ayer por la tarde, mientras contemplaba el mar Atlàntico, por el que llegan muchos pobres desgraciados en patera porque el Senegal apenas està a cien kilómetros de esta costa,  intentaba recordar cuales han sido las playas de mi  vida. Comienzo por el Sardinero de Santander, testigo de la primera vez que vi el mar, porque los niños de la Meseta, veíamos el mar por primera vez a una edad lo suficientemente avanzada como para recordarlo. A ésta le siguió el Bajondillo de Torremolinos, fea como un pimiento morrón, pero mi "verano Azul" particular, pues les aseguro que menos Chanquete y la pintora, teníamos todo lo demás igualito a los personajes de la serie. Continuo con toda una serie de costas españolas, testigo de mis andanzas juveniles: Fuentebravía en Cadiz, Punta Umbría en Huelva, Carnota en La Coruña; de ésta última nos levantó la Guardia Civil por acampar ilegalmente. Ese día perdí (un poco más) la inocencia, porque hasta entonces yo estaba convencida de que uno se podía acampar en donde le daba la gana mientras no dejara tras de sí un estercolero. 

   A partir de entonces, mi horizonte playero se engrandeció y traspasó las fronteras patrias: la Promenade des Anglais de Niza, Selinunte en Sicilia, Knokke en el Mar de Norte, testigo de un bocadillo de queso Gouda que comencé hace veinte años y aún sigo compartiendo. North Miami Beach, donde un pelícano intentó comerse mi desayuno y me pegó un susto del que aún no me he repuesto (recuérdese mi fobia a los bichos de plumas); Dana Point en California, donde era posible caminar entre las focas;   Cartagena de Indias y sus mulatas espléndidas que intentaban  sin éxito trenzarme el pelo, pintarme las uñas o sustraerme al marido, si se terciaba. Maspalomas y sus dunas por las que mis hijos se rebozaban como croquetillas, Rodas y su agua a temperatura de bañera doméstica, el Cap Blanc Nez y sus acantilados de infarto. Y siempre, siempre, Isla Canela, testigo de treinta años de mi vida, de mis mareas altas y bajas, de mis correrías matutinas para rebajar tanto churro engullido sin medida y del único momento del año en el que mi cerebro deja de ser una central  hidroeléctrica o una olla a presión, para conformarse con funcionar a ratos y con corriente alterna...todo un mérito, les aseguro. 

   A todas esas voy a añadir las dunas de Corralejo, con su arena blanca, sus cabras correteando al fondo y ese mar azul como sólo lo había visto hasta ahora en el Caribe. No hay que ir tan lejos, a cuatro horas de cualquier aeropuerto europeo están las Islas Afortunadas, que no llevan ese nombre  por nada,  y esta isla en la que me encuentro, concretamente, que le servía a Franco para castigar a los que le llevaban la contraria públicamente. Como él era gallego y cateto nunca se molestó en venir hasta aquí para comprobar que, en realidad, los mandaba a una especie de paraíso. O a mí por lo menos me lo parece, sólo le falta para ser completo una buena churrería...




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